De la planificación normativa a la planificación estratégica

Desde los años setenta, se fue desvaneciendo “el entusiasmo y el apoyo que recibieron en su tiempo las ideas y las prácticas de la planificación”, pero al mismo tiempo, se ha insistido en la necesidad consiguiente de una acción deliberada, coherente y sostenida en el medio y largo plazo, que asegure la adecuada asignación de recursos para superar las dificultades presentes y abrir el camino hacia el futuro.

Planificación y racionalidad

Que la planificación trata de introducir racionalidad a la acción, es una cuestión en la que casi todos estamos de acuerdo. Hace a la sustancia misma de la planificación.
Sobre lo que quizás no hemos reflexionado suficientemente, es acerca de lo que implica la racionalidad.
Cuando más grandes son los desafíos que enfrentamos y más problemas tenemos que resolver simultáneamente, tanto mayor la necesidad de planificación.

Sostenemos la posibilidad de introducir una creciente racionalidad dentro de las acciones de tipo social, económico y cultural, Ello puede lograrse por un conjunto de disposiciones instrumentales basadas en la investigación empírica de la realidad y la programación de las acciones a realizar. Sin embargo, éstas deben partir del supuesto que se llevan a cabo en un contexto de comportamientos en donde la gente no actúa siempre de acuerdo a la racionalidad (especialmente como la entienden los planificadores “matematizados”). Divorciados de la complejidad e imprevisibilidad de las realidades concretas, algunos planificadores han demostrado que es mucho más fácil elaborar planes que ejecutarlos. Es decir, han demostrado que en el terreno de la planificación se puede hacer mucho trabajo inútil. La planificación clásica ha olvidado también, que en cada circunstancia y en cada escenario, existen muchos actores sociales con intereses contrapuestos (ya sea por razones ideológicas, políticas, o simplemente personales). Todo ello configura un conjunto de acciones, interacciones y retroacciones que no se pueden prever, pero que, sin embargo, hay que incorporar en el proceso mismo de la planificación.

Consecuentemente, todo proceso planificado se realiza en una realidad ambigua y contradictoria; compleja, escurridiza e incierta, en la que se pretende introducir acciones planificadas. Todo plan o programa es un intento de introducir racionalidad a la acción. Pero esto no significa, ni asegura que las acciones sean más racionales o coherentes. Un plan, como bien lo ha dicho Pierre Massé, es un “reductor de incertidumbre”, es el “anti azar”, pero no más. La incertidumbre de todo proceso no se puede eliminar y el azar siempre está presente.

Esperar que por la sola existencia de un plan, siempre se encaucen las acciones más coherentes, lógicas y racionales posibles, es una de las tantas reducciones que se hacen a la complejidad de la existencia humana y de la realidad social en la que nos movemos. En otros casos, esta simplificación se deriva del hecho de creer o suponer que las ideas tienen por sí mismas una fuerza operativa y transformadora. Esto ha conducido, por otro lado, a la creencia errónea de que la planificación puede limitarse a la pura racionalidad para alcanzar el futuro. Lo que se apoya en un supuesto igualmente erróneo: el que da por sentado la conducta racional de todo quehacer humano.

Ya no se puede concebir la planificación sin más, como una forma de introducir la racionalidad a la acción. Si no como un intento de introducir racionalidad a la acción en el contexto de una situación en la que la programación se inserta en la cadena de interacciones y retroacciones ya existentes en la realidad sobre la que se quiere actuar. Podemos reducir la incertidumbre y el azar, pero nunca eliminarlos. La multiplicidad potencial de caminos nunca la podemos prever. En la realidad en donde se aplican los planes existe la lógica de la vida. Y en esta lógica intervienen la indeterminación, la incertidumbre, lo aleatorio, el desorden y el azar; la competencia y la cooperación, la lucha y la solidaridad. Esta lógica (si se me permite la expresión) es mucho más compleja que la lógica subyacente en la elaboración de planes, ó en la lógica expresa de los mismos planes.

La planificación no puede limitarse a la pura racionalidad para transformar una situación. Hay que accionar sobre una realidad (siempre compleja). Este accionar sobre la realidad es la tarea propia de la política. En consecuencia, no existe ninguna posibilidad de una planificación eficaz, sin articulación con la conducción política.

Planificación y política

A tenor de todo lo dicho quisiera plantear en este parágrafo dos cuestiones sustantivas:

.- La planificación es letra muerta, es un trabajo inútil, si no existe la voluntad política de realizar lo que se planifica.
.- Existe una cierta ingenuidad entre los planificadores al actuar como si la planificación fuese una técnica capaz de introducir, per se, un elevado nivel de racionalidad en la acción política.

Para que la planificación sea efectiva es necesario que la autoridad política (o los que tienen la responsabilidad de decisión si se trata de organizaciones no gubernamentales) quiera hacer, esté dispuesto a hacer, o sea, llevar a la práctica lo que se ha planificado.

Aún a riesgo de ser reiterativos, queremos enfatizar el hecho de que si no se cuenta con un apoyo político, si no existe voluntad política en los responsables de la adopción de decisiones aún el mejor de los planes es letra muerta.

Toda planificación es mucho más que un proceso de racionalización en la toma de decisiones; es la instrumentación de un proyecto político, aún cuando éste sólo haya sido definido de una manera vaga o ambigua.
Con el propósito de profundizar algo más sobre el tema, planteamos una nueva cuestión que se deriva de las anteriores y que formulamos en términos de “decisión racional y acción racional: la lógica de la formulación y la lógica de la realización”.